lunes, 15 de septiembre de 2008

Amo, luego existo


Escribe: Ignacio Ramírez.

Sobre la chimenea de mi casa tengo una cruz de bronce que me regaló Heinz Göll en tiempos de esplendor en los que dedicábamos la tarde de los domingos a caminar y a hablar de la vida y de la muerte por los senderos del paraíso que él construyó con sus manos de artista en Sibaté, Cundinamarca.

En esa cruz dice Amo ergo sum: Amo luego existo. Ha sido mi compañera y mi confidente durante muchos años. Frente a ella escribo, me alimento, sueño. Hablo y medito y recuerdo constantemente a Heinz, un ser único que pasó por esta dimensión con la fortuna mutua de haber cruzado su camino con el mío. Lo supimos los dos hasta que un día se puso a pintar la eternidad y se marchó con ella.

El amor, la belleza y la verdad, rigieron el destino de ese descomunal errabundo que fue Heinz, un artista austriacolombiano, americaustriaco, quien asumiendo su destino de protagonista, testigo y fiscal de la convulsionada época que le correspondió vivir, encarnó a la perfección el ejercicio de la convivencia pacífica, la tolerancia frente a las diferencias, el respeto por todos los elementos y las criaturas del universo.

En 1934, cuando la civilización occidental hacía el tránsito expectante entre las funestas primera y segunda guerras mundiales, cuando la semilla del odio racista y clasista se engendraba para escribir algunas de las más vergonzosas y macabras páginas de la historia de la humanidad. Heinz nacía en Klagenfurt, Austria, con el signo vital de una condición humana dispuesta a la construcción de puentes para la comunicación, en el lugar donde otros levantaron muros para la separación y la barbarie.

Esto, que apenas lo sabemos hoy quienes tuvimos la fortuna de conocerlo, quererlo y admirarlo -porque era un ser modesto y sencillo-, constituye la fortaleza de lo que fue su vida: integración, libertad, utilización del lenguaje artístico y del tesoro de su talento para predicar con hechos la urgencia de amarnos los unos a los otros, como lo proclamaba otro gran aventurero llamado El Galileo, que fue su amigo y su modelo, el filósofo que le hizo posible desconocer el odio y la ruindad, y paladear, en cambio el indescriptible goce de sentirse igual entre los opulentos que con los desposeídos. Hizo todo el periplo de los individuos señalados por la vida para la intensidad: de la alta clase social a la que pertenecía por cuna, en su país nativo, sembró allí en su juventud la simiente revolucionaria de bajar al arte de su pedestal de presunción y ubicarlo en su exacto lugar de tesoro popular para gratificar lo cotidiano. De las galerías lo sacó a las plazas y los parques, de las clases altas lo repartió en los barrios y en las calles, entre los obreros y los estudiantes. Y en esa primavera de la luz y del color, de las formas, las claves y los símbolos, descubrió la existencia de la puerta abierta hacia el abismo: bastaba arrojarse al vacío para que se abrieran sus alas de azhaverus.

Fue entonces cuando se encontró con su futuro: un continente nuevo donde el sol del trópico era capaz de prodigarle el espectro de todos los colores a la medida de su imaginación: América, la gran oportunidad para llenar su alma de razones tanto para la vigilia como para el sueño; Colombia, la anhelada casa para el ejercicio del amor en su absoluta dimensión.

Desde el momento en que pisó tierra colombiana, supo que en sus vientos de todos los tamaños, sutilezas y ardentías, enarbolaría la bandera austriaca, configurando la metáfora del mestizaje altivo, no del vilipendiado ni del genuflexo. Entonces descubrió que en Colombia estaba el norte de su brújula de trashumante, y se quedó para siempre por razones de afectos con la gente, con la tierra, con el agua, con el aire, porque en esa simbiosis de elementos mágicos, desconocidos por completo para quienes suponen que el universo termina en los límites de su geografía individual, latía el amor, el soplo misterioso de la vida.

No ancló en el facilismo del presente, no se dejó obnubilar en el simplismo de lo novedoso. Por el contrario: fue a las fuentes primigenias y bebió en ellas los secretos de quienes nos antecedieron en el transito americano. Y docto ya en la sabiduría precolombina en todas sus facetas, procedió a amalgamar aquel patrimonio para el espíritu del universo -atemporal, eterno-, con el ancestral otro lenguaje de su microcosmos: la cultura europea, con toda su identidad consolidada, su historia, su grandeza, su evolución, su propuesta para el futuro que aunque perennemente se vaya convirtiendo en pasado, adquiere la categoría de infinito cuando es tocado por la verdad y la belleza, esos otros dos ingredientes básicos de la vida, el legado y el estilo incomparable de Heinz Göll.

Allí, en su impactante expresión plástica, quedó escrita y grabada la historía de este hombre tan elemental como profundo, que aún sabiéndose dueño de excepcional idoneidad artística, proclamaba no estar seguro de ser un artesano o un artista, para explicar luego con espontánea sutileza cómo sí resulta posible que los hombres y mujeres de todas las razas y creencias, todas las fortunas y todas las miserias, vivan en paz por obra y gracia de la sensatez.

Y es ahí donde fulgen con luz propia esas imágenes doradas que en lugar de profanar entronizan el amor entre los blancos y los indios, el entendimiento entre curas y chamanes, la comunión con el pan, la papa y la mazorca, el descendimiento (para su grandeza) de las técnicas flamencas religiosas al de las estirpes campesinas e indígenas de América, el matrimonio estético y perdurable entre las coronas y las joyas de oro y el esplendor imponente de los pañolones y los ponchos, las diademas, las mochilas y las túnicas de las fibras de los árboles nativos del más antiguo de todos los mundos, aunque lo llamen nuevo.

Y el arte sacro de erotizar los mitos intocables: Heinz pintó todas las advocaciones de todas las vírgenes occidentales, con rasgos y carismas de americana autenticidad. Máscaras, tatuajes, símbolos de poder y de humildad, actitudes y gestos integrados, donde ni el blanco presume ni el aborigen hinca la rodilla.

El pubis de la virgen con su mariposa de sombra abierta por igual al éxtasis que al erotismo, las copas de la chicha roja, vino americano, sangre de continente, savia encendida para el encuentro y la armonía que conjura las distancias que promueve la diversidad. Joyas, xilografías, grandes óleos fulgurantes, pequeñas brujas bamboleantes, candelabros, esculturas, y sentencias que lo resumen todo: “Amo, ergo sum”.

Heinz Göll, ilustre vagabundo, preclaro artista, hombre modesto y bueno, huyó en vida a los resplandores fatuos, pero ahora -aparte de lo que habíamos visto y palpado con la cercanía de su humanidad-, no podrá ya escapar al reconocimiento de su dimensión: ¡la luz! Por eso se hace inexorable mostrar su obra, difundir su historia, recordar el fundamento de su evidente amor. Solo existe quien ama. Su cruz, mi cruz: Amo ergo sum. (“Cronopios”, diario virtual, edición del 16 de julio de 2006)

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